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A más de cuatro mil metros de altura, la reserva de vicuñas y flamencos bautizada Laguna Brava es un paraíso semioculto en lo alto de la cordillera riojana

A más de cuatro mil metros de altura, la reserva de vicuñas y flamencos bautizada Laguna Brava es un paraíso semioculto en lo alto de la cordillera riojana.
 
En las alturas de la cordillera riojana, una laguna azul rodeada de sal duplica las siluetas invertidas de un centenar de flamencos rosados. Las aves, guardianes del silencio, permanecen indiferentes al avance de nuestro vehículo a través de la huella que bordea la laguna. En un marco de cumbres nevadas y suaves lomadas, un viento helado sacude sin pausa la escasa vegetación, compuesta por algunos molles y coirones secos de color dorado.

Avanzamos sin premura por un ambiente árido en extremo pero muy colorido, dispuestos a sumergirnos en un espejismo al que el hombre valorizó como reserva natural.

Laguna Brava es una reserva natural creada en 1980 para preservar las comunidades de vicuñas y guanacos que estaban al borde de la desaparición. La reserva tiene una extensión de cuatro mil cincuenta kilómetros y abarca además una serie de lagunas menores, formadas de manera temporal como consecuencia de los deshielos. Está ubicada al oeste de la provincia, abarca parte de los departamentos de Vinchina y Gral. Lamadrid, a cuatrocientos cincuenta kilómetros de la capital riojana.

El nombre de la Laguna Brava se debe a que es la más grande de la reserva, con una superficie de diecisiete kilómetros de largo por cuatro de ancho. Además de las vicuñas y guanacos, en Laguna Brava se protegen diversas especies de patos, chorlos, águilas moras, halcones, pumas y zorros colorados.

Debido a la altura, la radiación solar atraviesa una porción menor de la atmósfera y la transparencia del ambiente permite distinguir cada pincelada del paisaje riojano. Tras una curva, sobre la ladera de la montaña aparece la forma perfecta de La Pirámide: se trata de una extraña formación esculpida por la lluvia y el viento.

Alto Jagüel, es el último poblado que se atraviesa antes de ingresar a la inmensidad de la cordillera. Allí la calle principal -que en verano se convierte en un verdadero río por el agua de los deshielos- es una huella profunda entre dos barrancos de tierra, sobre los que se asienta el caserío.

Detendremos nuestro vehículo en el edificio municipal de Alto Jagüel en busca del guardafauna de la reserva, quien se encargará de acompañarnos en esta aventura. Se trataba de un baqueano que cumple el trabajo de guía y registra el ingreso de turistas a la reserva.

A partir de allí el camino continúa por la quebrada Santo Domingo a través de suaves lomadas que parecen recubiertas de un terciopelo azul, verde, violeta, marrón y anaranjado. Cada tanto, sobre las laderas desérticas la carrera grácil de los guanacos y vicuñas interrumpe la quietud de las piedras.
 
Un antiguo refugio

En plena Quebrada del Peón d
etendremos la marcha y al bajar del vehículo nos enfrentaremos al rigor del clima andino: en pleno día de enero el termómetro puede llegar a marcar ocho grados.

Caminaremos por la orilla de la ruta hasta una curiosa construcción circular de paredes de piedra y argamasa (mezcla de cal y tierra) que mide cinco metros de diámetro por tres y medio de altura. Su arquitectura -similar a la de un iglú- termina en una cúpula con una pequeña abertura en la parte superior. Se trata de uno de los trece refugios construidos entre 1864 y 1873 para albergar a los arrieros que conducían ganado a Chile por los desiertos de Atacama y Tarapacá durante la guerra de ese país contra Perú y Bolivia.

Continuaremos el ascenso hasta los cuatro mil metros de altura entre lomadas de arena de variados colores. En cierto momento podremos descubrir en el suelo la sombra proyectada de un cóndor, con los tres metros de sus alas desplegadas en absoluta inmovilidad. Al levantar la vista descubriremos soberbios ejemplares deslizándose a baja altura.
 
Llegando a Laguna Brava

Al final de la quebrada abandonaremos el camino principal y nos internaremos por una huella de ripio directamente sobre las lomadas de arena. El guarda-fauna aprovechará la espera para contarnos que los antiguos arrieros y cazadores creían que la Laguna Brava rechazaba a los extraños reaccionando con vendavales, truenos y tempestades.

Pasado un rato, en medio de un amplio valle se nos aparecerá la imagen de una laguna ovalada con majestuosos picos alrededor, como El Veladero, Bonete Chico y Pissis, el segundo más alto de América, con seis mil ochocientos ochenta y dos metros sobre el nivel del mar.

A lo lejos divisaremos los restos de un avión abandonado que debió realizar un aterrizaje de emergencia en los años '50 mientras transportaba caballos de raza desde Perú hacia Chile.
 
Comenzaremos a caminar por la playa hasta la orilla de la laguna, sobre un suelo de sal. El clima es hostil: una suave brisa helada lacerará la piel del rostro y las manos. La serenidad del ambiente se puede llegar a interrumpir de golpe cuando un centenar de flamencos rosados levante vuelo al unísono.

Llegaremos para interrumpir la calma absoluta del reino de la soledad, un descomunal valle multicolor donde las montañas adquieren extraños tintes de azul, naranja, verde, violeta y marrón. Son los colores del silencio.

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